Imaginemos el siguiente escenario: es el día anterior al entrenamiento y se nos ocurre una idea para un ejercicio que, en nuestra cabeza, luce fantástico. Lo pensamos e imaginamos diferentes situaciones que se pueden dar, visualizamos a los jugadores aprendiendo y disfrutando. En nuesta mente este ejercicio va a ser casi revolucionario ya que le bridará a nuestro equipo, una forma de mejorar increíble.
Llega el día del entrenamiento, brindamos la explicación del ejercicio y los jugadores parten rumbo a los diferentes sectores de la cancha de hockey para comenzar. Sin embargo, ¡no sale una sóla jugada bien! Seamos sinceros, a casi todos nos ha pasado. ¡No les sale una a los jugadores!
De a poco nos ponemos impacientes, nerviosos, frustrados. La fustración también comienza a contagiarse en los jugadores, que por más que lo intentan, no pueden. El ambiente del entrenamiento que comenzó siendo positivo ahora se torna en negativo, y nosotros como entrenadores, insistimos. Exigimos más concentración, gesticulamos con nuestras manos expresando nuestro enojo, etcétera.
¿Y si en verdad el problema no son ellos, sino yo? ¿Pensamos alguna vez que tal vez nosotros nos hemos equivocado? Tal vez la solución es tan simple como decir: “En mi cabeza el ejercicio estaba bueno, me equivoque, cambiemos.”
Puede haber muchas razones por las cuales el ejercicio sale mal:
- Los jugadores no lo entendieron porque yo lo expliqué mal.
- El ejercicio terminó siendo menos dinámico que lo que creía.
- Los jugadores no tienen el físico o la técnica para ejecutarlo.
- Mi diseño fue malo y erroneo.
En fin, estas son algunas de las razones. Pero de una manera u otra, nosotros como entrenadores somos responsables porque somos quienes tenemos la posibilidad de modificar. Repetir una misma acción 1000 veces, por decir algo, no garantiza el éxito.
El éxito es muchas veces el resultado de la capacidad que tenemos para adaptarnos, pensar las cosas dos veces, analizar y cambiar. La conclusión y sugerencia de este artículo es esa.